Di media vuelta mientras el taxi se alejaba.
La llave giró cerrando la puerta que ya no volvería a abrirse. Lo sabía. Aún así decidí dar cada paso que me alejaba mientras una por una las cerraduras y candados hacían ese click que pone una barrera impenetrable. O así se siente en ese momento. Seguridad mezclada con autodefensa.
Al dar media vuelta y mirar la sala donde todo sucedió, de pronto me percaté de su presencia.
Ella estaba sentada ahí en el mismo sillón mirándome fijamente. Sus ojos clavados en mi como cuchillos. Su silencio cómplice. Su expresión culpable pero incitante.
Quise acercarme a ella, pero volvió el rostro en señal de rechazo. No me quería a su lado.
Cuando mi soledad quiere estar sola, sabe cómo hacérmelo saber.
Fui hasta mi habitación, donde un poderoso somnífero fue mi aliado para desconectar todo y apagar los pensamientos por unas horas.
Sin embargo por la madrugada pude sentirla, como se colaba sigilosamente en mi cuarto, y me miraba como una sombra desde el pie de la cama. Luego se acercó a besar mis párpados, y lentamente se fue metiendo entre las sábanas, respirando suavemente en mi oído, susurrando cosas que no entendí. Lo último que sentí fue su piel desnuda cuando extendí mi mano. Era mi señal de consentimiento, o quizá era la suya.
Por la mañana el sol insolente me despertó, sólamente para mirar al lado de la cama y ver el espacio destendido ya vacío. Como siempre, se levantó antes que yo y se fue sin despedirse. Así fue siempre con ella. A veces hasta la soledad me deja solo.
Ay soledad, siempre he pertenecido a ti.
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Gracias por su visita, y gracias por aportar algo a mi monólogo. Casi siempre escribo para mi, pero me gusta saber que mis desahogos hicieron a alguien más sentirse identificado/a.
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