Este dolor, esta tristeza, este duelo, a veces se me hacen pesados, a veces se vuelven una prisión. A veces se convierten en una trampa, una cárcel, un chaleco de fuerza que me ata como si estuviera loco, y hay días en que me pregunto si en verdad lo estoy.
El chaleco está tan ajustado que me reprime, me ata, me imposibilita moverme con libertad, me hace difícil respirar, y se convierte en una prisión que yo mismo construí y me puse.
Fui yo quien me metió aquí.
No voy a exagerar, hay días, momentos, semanas incluso en que siento que respiro mejor. En que las amarras se sueltan un poco y me logro mover. Camino, juego, salto, y vivo. Pero de pronto una noche despierto sudando y ahogándome, y descubro que de alguna manera he vuelto a apretar mis ataduras y el chaleco me vuelve a asfixiar y restringir.
Yo mismo lo tejí y yo mismo lo puedo destruir, pero necesito ir soltando esas amarras poco a poco para moverme, para respirar, para ser libre. Las noticias de las últimas dos semanas han reabierto viejas heridas y puesto sal en ellas. Ardores pasados despiertan y me duelen, me hacen llorar. Me entristecen, me enojan, me hacen sentir impotente, me crean dilemas, pero me recuerdan el camino sin retorno que llevo.
No he llegado tan lejos para devolverme. Puedo detenerme, puedo retroceder, si es necesario, uno o dos pasos, pero eventualmente debo retomar la marcha. Hay un mundo allá afuera, una vida que avanza y no me espera a mi ni a nadie. Debo confrontar mis miedos, pararme de cara al recuerdo, a la nostalgia, desarmarme si es necesario, pero atravesarlos como quien camina descalzo sobre la brasas, y liberarme al fin.
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Gracias por su visita, y gracias por aportar algo a mi monólogo. Casi siempre escribo para mi, pero me gusta saber que mis desahogos hicieron a alguien más sentirse identificado/a.
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